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jueves, 21 de julio de 2011

EL ROSTRO

Despertó aturdido y desorientado en un vagón de tren cuyo destino desconocía. Le incomodaban las miradas insistentes del pasajero sentado frente a él, así que decidió ponerse en pie y cambiar de vagón. Con cada paso aumentaba en su interior una extraña sensación de angustia. Todos le observaban como si le conociesen. Aceleró el paso y cuando llegó al final del vagón no se reconoció en el rostro que le devolvía el reflejo de la ventanilla. Echó a correr hasta que las fuerzas le obligaron a tomar asiento al final de un vagón vacío. Metió la mano en el bolsillo en busca de un pañuelo con el que secarse el sudor y encontró un papel doblado en cuatro. Lo desplegó y vio la misma cara que había encontrado en el reflejo de la ventanilla con una leyenda que decía: "Necesitamos tu ayuda. Llevamos meses buscando a mi hermano, seguramente has visto su foto en televisión, sufre prosopagnosia, una extraña enfermedad que le impide reconocer los rostros. Si tienes cualquier información ponte en contacto con nosotros".

miércoles, 6 de julio de 2011

LA CAJA DE CEREZO

La entrega llegó en plena vorágine de reuniones, cuentas, balances e informes. –Señor director, hay un paquete urgente para usted-. Dentro del sobre acolchado, una pequeña y rústica caja de madera de cerezo hecha a mano. No necesitó abrirla para saber su contenido, y que había llegado el momento de volver para empezar de nuevo. Salió de aquella oficina arrasada por el ruido de computadoras y teléfonos, y dejó caer la corbata por la ventanilla al arrancar el coche. Después de varias horas al volante paró en mitad del Valle. Abrió la caja y se sumergió en el rojo intenso y carnoso de la joya de piel brillante que había en su interior. Se la llevó a la boca y en su cabeza sonaron, nítidas como si no hubieran pasado cuarenta años: “Algún día, cuando yo falte, te lo haré saber. Quiero que entonces todo esto sea tuyo, que lo cuides, y no lo dejes caer en otras manos que no sean las tuyas”. Aquella sentencia le persiguió durante años y, en la distancia, le hacía sumergirse cada primavera en un mar blanco e infinito. Ahora, esos mismos árboles preñados de frutos le ofrecían la oportunidad de empezar de nuevo.