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lunes, 24 de agosto de 2020

EL CARAMELO DE GUTIÉRREZ

Hoy, el mismo día que cumplo los setenta y todos he decido pasar de nuevo por aquella pastelería. A medida que cruzo la plaza me veo a mí mismo, de puntillas, con las uñas incrustadas en la madera repintada de blanco de aquel escaparate. Era capaz de pasar horas contemplando el interior de ese lugar, el fabuloso muestrario de joyas edulcoradas que se encargaba de custodiar aquel hombre de bigotillo fino y cuidado cuyo apellido ilustraba la fachada del establecimiento. Permanecía allí agazapado, contemplando ensimismado el interior del local. Un día, me descubrió la hija del señor Gutiérrez. Instintivamente me agaché, ella salió, sonrió y me dijo: "Mi papá me ha pedido que te dé esto". Alargó la mano y me entregó un caramelo justo antes de salir corriendo. Desde entonces y durante toda la infancia que recuerdo, los sábados se repetía la escena: yo me quedaba en el escaparate y cuando ella se percataba de mi presencia metía sonriente la mano en el bote de caramelos, me llevaba uno y regresaba presumida a ayudar a su padre. 
 Hoy, he vuelto tras décadas de lejana ausencia. Cuando por fin he llegado a la pastelería Gutiérrez, me ha alegrado comprobar que se mantiene el escaparate de madera repintada de blanco, y que en el interior sigue estando el mostrador con vitrina primorosamente cuidado. Tras él, una señora de pelo cano y aspecto elegante, y junto a ella una niña pequeña que, cuando me descubre al otro lado del cristal, sale obediente de la tienda. "Me ha dicho mi abuela que le entregue esto". La pequeña desliza por las arrugas de mi mano el caramelo que ahora descansa junto a los demás haciendo montón sobre la mesa. Nunca los pude comer, pero era mi particular tesoro, no me podía permitir que una vulgar diabetes me apartase de ella.