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jueves, 29 de mayo de 2014

CINCO

En su pequeño universo, Samuel era incapaz de asimilar todo aquello que iba más allá del cinco. Sabía contar hasta el diez de carrerilla, pero pasado el cinco no era consciente de si aquello era mucho o poco, y cambiaba con frecuencia el orden de los números, convirtiendo aquel ejercicio de memoria en un personal caos numérico. Sabía que tenía cinco dedos en cada mano y otros tantos en cada pie, que había cinco peluches sobre su cama, que había que subir cinco escalones para entrar en el colegio, y que el coche de mamá tiene cinco marchas y cinco ruedas, cuatro puestas y una escondida. Samuel pensaba que solo se podía tener cinco amigos, y al que se acercaba cuando el cupo de amistades estaba lleno lo miraba con recelo. Las tardes de paseo, le gustaba contar coches, cada vez que contaba cinco volvía a empezar. Para él todos los edificios tenían cinco plantas, el resto formaba parte de un infinito inabarcable para sus prematuras entendederas. Y su madre era incapaz de entender por qué cuando compraba media docena de huevos, al poco de meterla en la nevera, siempre aparecía uno fuera de la caja.

Con cuatro años y medio, Samuel empezó a pensar que cuando cumpliese cinco todo se acabaría. Aquella época coincidió con la muerte de su abuelo, que ya había cumplido cincoymuchos. Fueron semanas de noches largas en las que, desde su cama, escuchaba a su madre llorar a escondidas. Lo que más miedo le daba a Samuel era aquel no saber qué pasa cuando todo se acaba.

La noche previa a su quinto cumpleaños, Samuel dejó nervioso que la rutina diaria pasase. Quedó confuso cuando su madre se limitó a darle un beso de buenas noches. “¿Solo un beso, ni siquiera una lágrima o un te voy a echar de menos? ¿Se te ha olvidado que mañana cumplo cinco años? ¿No recuerdas que mañana cuando te levantes se habrá acabado todo?”, pensó mientras se cerraba la puerta de su cuarto y se despedía para siempre de sus cinco peluches aprovechando el último resquicio de luz que llegaba desde el pasillo.

Por la mañana, se sorprendió al comprobar que seguía teniendo brazos y piernas, que podía moverse, incluso levantarse de la cama. Le agradó ver que sus cinco muñecos se habían decidido a acompañarle en aquel viaje. Al abrir la puerta de su habitación escuchó al final del pasillo a alguien moviéndose en la cocina. Entró con cautela y se le dibujó una enorme sonrisa al encontrar a su madre moviéndose de un lado a otro, tomándose apresuradamente una taza de café mientras colocaba sobre la mesa su desayuno. “Todavía estás así. Venga Samu, desayuna rápidamente y cámbiate, que tengo mucha prisa y llegamos tarde al cole”, le recriminó con más prisa que contundencia.


-Sabes mamá, no te preocupes más por el abuelo. Está bien. En realidad, estar muerto no es tan diferente.


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