En su pequeño universo, Samuel era incapaz de asimilar
todo aquello que iba más allá del cinco. Sabía contar hasta el diez de
carrerilla, pero pasado el cinco no era consciente de si aquello era mucho o
poco, y cambiaba con frecuencia el orden de los números, convirtiendo aquel
ejercicio de memoria en un personal caos numérico. Sabía que tenía cinco dedos
en cada mano y otros tantos en cada pie, que había cinco peluches sobre su
cama, que había que subir cinco escalones para entrar en el colegio, y que el
coche de mamá tiene cinco marchas y cinco ruedas, cuatro puestas y una
escondida. Samuel pensaba que solo se podía tener cinco amigos, y al que se
acercaba cuando el cupo de amistades estaba lleno lo miraba con recelo. Las
tardes de paseo, le gustaba contar coches, cada vez que contaba cinco volvía a
empezar. Para él todos los edificios tenían cinco plantas, el resto formaba
parte de un infinito inabarcable para sus prematuras entendederas. Y su madre
era incapaz de entender por qué cuando compraba media docena de huevos, al poco
de meterla en la nevera, siempre aparecía uno fuera de la caja.
Con cuatro años y medio, Samuel empezó a pensar que cuando cumpliese cinco
todo se acabaría. Aquella época coincidió con la muerte de su abuelo, que ya
había cumplido cincoymuchos. Fueron semanas de noches largas en las que, desde
su cama, escuchaba a su madre llorar a escondidas. Lo que más miedo le daba a
Samuel era aquel no saber qué pasa cuando todo se acaba.
La noche previa a su quinto cumpleaños, Samuel dejó nervioso que la rutina
diaria pasase. Quedó confuso cuando su madre se limitó a darle un beso de
buenas noches. “¿Solo un beso, ni siquiera una lágrima o un te voy a echar de
menos? ¿Se te ha olvidado que mañana cumplo cinco años? ¿No recuerdas que mañana
cuando te levantes se habrá acabado todo?”, pensó mientras se cerraba la puerta
de su cuarto y se despedía para siempre de sus cinco peluches aprovechando el
último resquicio de luz que llegaba desde el pasillo.
Por la mañana, se sorprendió al comprobar que seguía teniendo brazos y
piernas, que podía moverse, incluso levantarse de la cama. Le agradó ver que
sus cinco muñecos se habían decidido a acompañarle en aquel viaje. Al abrir la
puerta de su habitación escuchó al final del pasillo a alguien moviéndose en la
cocina. Entró con cautela y se le dibujó una enorme sonrisa al encontrar a su
madre moviéndose de un lado a otro, tomándose apresuradamente una taza de café
mientras colocaba sobre la mesa su desayuno. “Todavía estás así. Venga Samu,
desayuna rápidamente y cámbiate, que tengo mucha prisa y llegamos tarde al
cole”, le recriminó con más prisa que contundencia.
-Sabes mamá, no te preocupes más por el abuelo. Está bien. En realidad,
estar muerto no es tan diferente.
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