Empezó a forjar fama alejando a
los candidatos de los paseos por el centro urbano, los achuchones de
octogenarios y los besamanos a bebés. Sus innovadoras propuestas pasaban por
hacer saltar al candidato en paracaídas, dar mítines en lo alto de mesas de
concurridas churrerías, dejarlos ver en clases de zumba, campeonatos de
lanzamiento de hueso de oliva, carreras de camareros con tacones…
Antes de llegar hasta aquí, trabajó
como asesor para alcaldes aficionados al vaso largo sin hielo, responsables de
Diputación afines al ocio con dinero ajeno, presidentes autonómicos entregados
a los líos de faldas, directores generales expertos en tropezar con los tantos
por ciento que se pierden por el camino, y ministrables abonados a la torpeza.
Rodeado de mediocridad, no tardó
en convertir sus desatinos en virtuosismo.
Unos políticos incapaces de hacer
su trabajo y una repetición de elecciones como consecuencia de esa
incompetencia, la ocasión ideal para encumbrarse como asesor de un partido sin
programa, unas siglas sin sentido y un candidato sin carisma.
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