Cuando Mokabi apenas levantaba
unos palmos del suelo, ya conocía el ritual gracias al padre Ángel, un misionero
navarrico empeñado en sacar sonrisas donde no suele haber motivos para verlas.
El pequeño masái creció viendo
cómo el Aba Ángel, cada vez que
llegaba julio, agitaba una rama mientras daba saltitos solicitando protección a
la estampita de una pequeña figura vestida de rojo y, a la hora convenida,
imitaba el sonido de un cohete y echaba a correr.
Mokabi lo entendió todo cuando un
equipo de televisión llegó a la comunidad para grabar un reportaje. Uno de los
reporteros le enseñó al misionero un vídeo y el joven masái vio cómo los ojos
de aquel navarrico bueno y noble se desbordaban en un silencio que apretaba
distancia y emociones al ver la carrera.
A la mañana siguiente, Mokabi y el resto de los masái
esperaron intranquilos a que el misionero amaneciese. Con el ganado de la
comunidad encerrado en un rudimentario corral, siguieron el ritual: saltaron
pidiendo protección al Santo y, a la hora convenida, se abrió el portón y echaron
a correr mientras Aba Ángel cerraba
los ojos y empezaba a recorrer las calles de su infancia al grito de “Jambo San
Fermín”.
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