Asumió que el junco termina
por ceder hasta romperse, y que cuando se quiebra suena como su espalda al
levantarse de los cartones que más mal que bien la protegen del suelo cada
noche. Doblegada la voluntad, vencidas las ganas, la resignación trabaja para
acostumbrarla a la rutina de un ver pasar la vida manteniéndola al margen,
aprendiendo a sobrevivir con pequeños gestos amables que te regala una realidad
que ya no es la tuya. A ella, desde hace meses, la vida en la calle le obsequia
con la escena de una madre acompañando a su pequeña Lucía al colegio.
Lucía, una niña de lazo
rosa y vestiditos de un barroquismo asfixiado en encajes color pastel, siempre
le sonríe al pasar. La madre es una persona que acostumbra a ir corriendo a
ninguna parte, ocupada en tener batería en el móvil, gastar una apariencia impecable
y no resbalar con las hojas que “ensucian” las calles lo días lluviosos de
otoño. Hasta que un día, ayer, Lucía decide saltar del gesto al abrazo y se
acerca a la mujer de los cartones, pero una mano la agarra de los volantes
que adornan su espalda y una voz severa, arrogante, despiadada le ordena:”¡No
te acerques!”.
Un “¡No te acerques!” que
suena a: “Huele mal”, “Vive entre basura”, “A saber qué ha hecho para acabar
así”, “Habiendo albergues no sé qué hace aquí, manchando las calles”, “Pero
cómo permiten que sigan a estas horas con los cartones ocupando la acera”, “No
respetan nada", “Les da igual todo”. “Y si les da igual todo, no debería
importarles la zona donde duermen”, “Pero siempre están en el centro”, “Seguro
que a las afueras tampoco están tan mal”, “Pero no, parece que tienen
predilección por los portales de tiendas de lujo y pastelerías de filigrana”…
Y a ella, mal arropada por
una manta hecha jirones, ya no le duelen las humillaciones, que son las mismas
que escucha cada día en ese barrio de ricos sin dinero ni alma. A ella lo que
más le duele es que su hija no le deje abrazar a su nieta Lucía.